JORGE ABBONDANZA sobre Hilda López

A medida que pasan los años crece la necesidad de refrescar la memoria sobre los talentos desaparecidos, porque no debe correrse el riesgo de que el recuerdo se interrumpa.
Nacida en Montevideo en 1922 y fallecida en 1996, Hilda López -cuyos trabajos en tinta y técnicas mixtas sobre tela, papel y madera, pertenecientes a la década del 60 se exhiben desde hoy en Galería de las Misiones- fue una de las mayores personalidades del arte nacional de las últimas décadas, un campo al que aportó no sólo su producción pictórica sino también su conducta personal, bravía y siempre combatiente en los asuntos de la cultura.
Quien haya conocido a Hilda, sabe que su presencia resultaba tan dominante como sus obras, cosa que sucede rara vez en estos ámbitos y que demuestra la extraordinaria energía que emanaba de su gesto, su mirada, su actitud y su palabra. No era fácil entablar un diálogo con ella, sobre todo en etapas de plenitud durante las cuales su discurso dejaba escaso margen para la réplica del interlocutor. Esa ráfaga tan imperiosa se suavizaría luego, en un período de madurez de su vida donde abatió algunos ardores y optó por una comunicación más sosegada con el prójimo, un trámite más cálido como gratificación que no todos sus admiradores esperaban.

Empezó a exponer en 1959 y al año siguiente comenzó a enviar obras a los salones nacionales y municipales. Desde un período inicial donde la figuración aparece severamente estructurada en esa pintura de paleta casi lívida (incluyendo sus paisajes de puertos), la artista evolucionaría hacia la abstracción adoptando un lenguaje informalista en riguroso negro sobre blanco, que le daría en poco tiempo un lugar protagónico en medio de la oleada que también integraron Ventayol, Espínola y Barcala, todos ellos orientados de manera similar hacia una modalidad de sesgo dramático, impulso poderoso y diagramas provistos de notable energía.

Las manchas que Hilda desplegaba con tinta negra sobre grandes superficies, llegaron a tener en los años 60 una vibración que delataba la fuerza con que creaba, el nervio con que transmitía ese vigor expresivo a su obra y también a su vida. Esa etapa de su producción iría internándose en un universo visual más ensombrecido, donde el negro pesaba cada vez más a medida que la propia realidad también se oscurecía en un deterioro social, económico, político y cultural que desembocaría en el descalabro de fines de aquella década y comienzos de la siguiente. En ese momento, la actividad plástica de Hilda se interrumpe y ella misma parece borrarse del mapa, como si buscara desaparecer en medio de un paisaje real tan opresivo.
Reaparece más tarde, a fines de los años 70, para restablecer su presencia en el ambiente plástico y entregar una nueva vertiente de creación, dotada de espíritu documental, que inaugura con "Los retratos", serie de efigies de uruguayos prestigiosos que asume un significado emblemático, culminando con las maletas abandonadas de "Los adioses" en un momento de pavorosa emigración, y continuando con el vacío humano de "Los pueblos", las penalidades sociales de "El campo" y la estampa de la niñez callejera en "El problema principal es la extrema pobreza", con lo que redondeó una secuencia testimonial que a lo largo de una década dio cuenta de los golpes que sufrió el país, cuyo semblante ella ilustraba con ojo tan penetrante.
Mientras tanto, Hilda abría su taller y daba clases que mantuvieron su continuidad durante muchos años, dejando así a través de los alumnos un legado adicional. Claro que no era nada fácil estar cerca de esa mujer o convertirse en su amigo. Porque era ferozmente selectiva para atraer o para descartar al prójimo. Todo en su comportamiento asumía el mismo contraste del blanco y el negro con que despachó los trabajos informalistas en la etapa culminante de su trayectoria, aquellas manchas que conmovían la superficie blanca del soporte haciéndola vibrar y que en el fondo eran idénticas a la exaltación con que la autora condenaba o glorificaba ciertas cosas de la vida, ciertas ideas, ciertas trampas de la apariencia o la simulación. Por todo ello Hilda era una guerrera de integridad tan insólita que a buena parte de sus congéneres les resultaba incómoda, temible o excéntrica.
Como podrán ver ahora los visitantes de la Galería de las Misiones (hasta el 9 de octubre, de lunes a viernes entre 10 y 18 horas) tampoco es fácil internarse en su obra, no sólo porque llega a desplegar un carácter desafiante sino porque fue restringiendo muchas fuentes de seducción para quedarse apenas con un trasluz, el indispensable para hechizar al contemplador y dejarlo luego enfrentado al misterio casi impenetrable de la tinta. Con esas herramientas, Hilda dejó constancia de su época y puso la estética al servicio de la ética. Lo hizo con un despojamiento de difícil paralelo en las artes visuales uruguayas contemporáneas.

 

Jorge Abbondanza
15 de septiembre de 2009
Diario El País.

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