El sueño y el regreso a lo real

Observando la vasta y variada obra de Lily Salvo, uno se pregunta inevitablemente qué es lo que lleva a un artista de nuestro tiempo a elegir entre las formas abstractas y la configuración representativa. ¿Qué es lo que puede llevar a una mujer que se ha formado en el refinado ambiente de la pintura contemporánea, en un pequeñísimo país, culto y muy evolucionado socialmente como el Uruguay de los años 50, a pasar por encima de la vocación “geométrica” y “constructivista” de su maestro Joaquín Torres García y desarrollar su vocación más personal y su extraordinaria capacidad para retratar la realidad?

Aunque no se pueda dar una respuesta definitiva –en el arte como en la literatura siempre hay verdades entre líneas y significados plurales–, estudiando la evolución de la pintura de Lily Salvo a través de sus varias etapas, podemos llegar a intuir cómo, después de desahogar su pasión surrealista, su pulsión incontenible a representar los sueños, propios y ajenos, su necesidad expresiva y ética de configurar asimismo la parte más infame del ser humano y por tanto los horrores de la dictadura, torturas y crímenes, que la llevaron a alejarse de su país para siempre, necesidad expresiva que no podía evitar el recurso a los símbolos y a la parodia (véase, por ejemplo, el horror presente en Tres figuras de 1968), después de toda esta dramática etapa, una vez alcanzada la serenidad afectiva y existencial, su lenguaje expresivo tenía que desembocar en nuevas formas.

Viviendo ya en el centro de la maravillosa Florencia, acompañada por su esposo, el visionario y super dinámico hombre de teatro Andrés Neumann, reconstruyendo su familia, y luego en la Ciudad Eterna, en Roma, donde se fortalecería su fe religiosa y se ampliaría su apertura a varias formas del arte y a la filosofía, Lily no pudo menos que mirar la realidad con otros ojos. La nueva perspectiva le daba una visión serena y confortante del mundo creado, un espacio donde estar es al mismo tiempo armonizar –paisajes y personas, humanos y animales, niños y adultos, cuerpos y reflejos–, reflejar es abrazar, reproducir es agradecer… Así, su arte se fue volviendo cada vez más realista porque cada vez más ella amaba lo real y cada vez más sentía el privilegio de vivir como la oportunidad de estar en lo real.

Desde muy jovencita, Lily Salvo demostró que era capaz de desarrollar una técnica refinadísima y muy pronto reveló su habilidad para llevar a la tela los rasgos y la expresión de los rostros de quienes la rodeaban –su hermana, el niño de la casa vecina, ella misma–; y poco más tarde las figuras misteriosas
y sugestivas de su imaginación. Y esta capacidad suya convenció enseguida a su maestro Torres García, que la estimuló y la guió para que continuara ese camino personal. Y ella supo aceptar sus consejos y su guía.
Hoy podemos dejarnos llevar por la fascinación de sus imágenes y entrar en el mundo fantástico y poético de su obra. Sus personajes, a menudo duplicados, como si el inconsciente y la conciencia del ser se encontraran uno frente al otro, nos convencen del hecho inquietante pero indiscutible que nuestro yo conoce la ambivalencia y la pluralidad de los impulsos, a veces incluso contradictorios.

Sus personajes a menudo son andróginos –véase, por ejemplo, Memorias de la luz (2008), o Después del viaje (2004) –; y nos presentan un rostro que es más fácil asociar con el alma que con lo físico. Sus movimientos y el espacio en el que se mueven parecen remitir al espacio del sueño, incluso cuando el mensaje evoca claramente situaciones históricas reconocibles, como la violencia de las dictaduras
sudamericanas, y el uso de la tortura. Así, la imaginación onírica determina muchos cuadros: algunos, en efecto, violentos; otros, simplemente psíquicos, como La estructura de los sueños (1995); o simbólicos, como el El viaje (2009), o Enredadas (2004); otros míticamente afectivos, como Mis uñas son como pétalos de rosas (2002).

Sin embargo, como quedó anunciado, el proceso de Lily Salvo, la fuerza espiritual de sus personajes, no se entendería del todo si no se tuviera en cuenta que su camino interior desemboca al fin en la esfera de lo místico.
La intensa fe religiosa, acompañada por la constante frecuentación de la parroquia de su barrio romano y la participación en la vida de esta pequeña comunidad cristiana, se reflejan en muchos cuadros de tema religioso, pero sobre todo en la conjunción de símbolos en los que se unen su delicada femineidad, su ser –y su saber ser– madre, y las representaciones clásicas del Espíritu Santo y de la sagrada maternidad de la Virgen.

Repetidas veces encontramos mujeres que parecen “empollar”, o al menos que contemplan, sus huevos, cómo se ve en algunas de sus históricas “cajas”. Pero también encontramos imágenes precisas de personajes bíblicos y de patriarcas, como Job, de quien ella quiso comunicar sobre todo el dolor pero asimismo la firmeza con la que enfrentó la prueba a la que el Padre Eterno quiso someterlo: véase Giobbe (Job) –indicado con su nombre italiano–, del 2002, que se cubre el rostro con ambas manos porque no quiere ver nada que no sea su interior, donde el alma se abre a la voz divina, mientras afuera está la tentación, el engaño, la maldad, es decir el enemigo demoníaco.

Artista y mujer, y ambas condiciones vividas de manera superlativa, Lily Salvo no ha sentido la necesidad de gritar determinadas reivindicaciones; vivió con absoluta naturalidad e intensidad estas dos condiciones que la definen. Y sobre todo nos ha brindado una lección de sueño y de dulzura, de amable fecundidad y de esperanza. Tal vez ella ni siquiera lo sospechaba, pero su manera de ser mujer fue mucho más allá del tiempo en que vivió: ella fue siempre una mujer del siglo XXI y abrió un estilo de femineidad que se proyecta en el futuro.

Martha Canfield

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